La autoestima se revela como ese sentimiento íntimo de autovalia que cada uno de nosotros, alberga en su interior. La autoestima se caracteriza como ese conector valorativo entre uno mismo y sus acciones, el extra de percepción nítida que amplifica nuestra percepción como seres completos capaces de afrontar retos y alcanzar objetivos.
No se debe entender la autoestima como un concepto/interiorización del porqueyolovalgo, sino que el término se resuelve como una experiencia de calidez, de aceptación amorosa de quién soy y cómo soy.
Sin embargo, esta experiencia de, llamémosle amorosidad, y que nos debería depositar en una homónima de la autoestima como es la autoconfianza, en no pocas ocasiones aparece bloqueada, como empequeñecida, por infinitud de creencias importadas de fuentes externas, y oscurecida por emociones conflictivas.
Cuando esos mareas emocionales se manifiestan nos impiden percibir esa apertura natural hacia la vida e irrumpen desde el subsuelo de la duda los “ no merezco”, los ”no soy válida”, los “no podré conseguir el trabajo que quiero” y algunos “mi cuerpo es feo”, por citar algunas negatividades que consiguen reprimir esa autoconfianza y enterrarla en nuestros estratos menos soleados, privándonos de abordar con optimismo las maravillosas oportunidades que nos concede la vida.
He observado, a través de la introspección y de la profundización en estos bloqueos, tanto en los experimentados por mí misma, como en los detectados en personas a las que he acompañado en la enseñanza de técnicas de meditación para su autoconocimiento, la existencia común de dos emociones que subyacen en esas aludidas creencias que dan al desánimo y que impiden la conexión con la autoestima genuina.
La primera de ellas atiende por culpa y obtiene un exceso de repercusión en nuestras vidas si no logramos liberarla.
La culpa es una experiencia de aversión hacia nosotros mismos, es ese latigazo autoinfligido que nos ocasiona rechazo hacia “lo que soy”, “hacia lo que hago”, pero también hacia “lo que no soy”, “hacia lo que no hago”. La culpa es la emoción más limitativa para la consecución de nuestros objetivos, el foso más ancho que nos impide el acceso a la felicidad, la …culpable de que la mente se pierda en una espiral de autocastigo; una toxicidad anímica la de la culpa, inconsciente si se quiere, que nos impulsa a ejecutar acciones que nos autoboicotean.
La culpa no deambula sola por los itinerarios del fracaso; se acompaña de otra emoción pareja que no es sino la vergüenza, entendida aquí como la identificación con el sentimiento de no percibirse, en esencia, válido. Esa catalogación nos impulsa a empequeñecemos de más cuando con mayor fuerza percuten ambas: culpa y vergüenza.
Esa identificación del negativismo íntimo se manifiesta a través de mensajes que, de forma inconsciente, hemos adquirido, extraído, absorbido de los sistemas sociales, de las doctrinas religiosas, de los regímenes políticos y de los estadios económicos. Los mandatos subliminales de esas estructuras, instauradas en el ADN de las civilizaciones, nos exigen, en mayor o menor medida, que dejemos de ser nosotros mismos, que dejemos de sentir nuestra autenticidad en aras de aceptar las directrices que emanan de ese conjunto de dogmas que impone la moral social colectivizada.
Ilustra lo anterior el ejemplo de la sexualidad. La falsa moral nos dicta con quién es lícito compartirla y con quién resulta ilícito, incluso se entromete en los modos y en las formas de practicar esa sexualidad. Otro ejemplo preciso de la influencia que tiene este dirigismo conductual se da en los colegios; desde muy temprana edad se nos fomenta la competitividad y se nos mide por unas calificaciones que distinguen entre el aprobado (con todas sus gradaciones) y el suspenso como fiel de la balanza de la valía. Al tiempo, se nos muestra un camino de represión emocional que origina el subsiguiente rechazo de las emociones tenidas, por esa moralidad social imperante, que son limitadoras para el desarrollo. Para contrarrestarlas se nos exige una especie de buenismo que no es sino dejar de ser lo que somos, pero el verdadero problema se presenta cuando dejamos de sentir que somos buenos por sentir lo que sentimos. En ese preciso hito vital comienza el camino de la vergüenza y la culpa.
La culpa, la podríamos identificar dentro de las estructuras mentales del enfado, puesto que no deja de ser una derivación de una ira dirigida hacia uno mismo; repleta de juicios, prejuicios e incertidumbres sobre lo que hacemos.
Puedo sentir culpa porque, de alguna manera, considero que no estoy llevando a término con solvencia mi rol de madre, padre, hijo, hija, hermano, hermana, en mi trabajo, en el manejo de mi economía o en cualquier otro apartado de mi vida, y no es infrecuente achacar a ese sentimiento de ineptidud personal el fracaso en cualquiera de las facetas citadas. Llegados a ese predominio de la culpa nos sumergimos en un círculo concéntrico repleto de pensamientos limitativos que retroalimentan esa culpa y, por ende, el autocastigo que facilita ese fracaso del que todos huimos.
¿Cómo entonces, puedo abordar estas emociones para que dejen de estar, de forma inconsciente, boicoteando mi vida?
La meditación es uno de esos recursos capaces de revertir la influencia de esos dos estigmas del pensamiento. A través de ella podemos aprender a liberar la culpa y la vergüenza; introspectivamente, buceando en nosotros mismos, con los ojos abiertos, aunque al principio moleste la sal de la falta de hábito y de técnica; pero esos ojos aprenderán paulatinamente a desestimar el juicio y el prejuicio. Se trata de retomar la conexión con el corazón y potenciar las cualidades cálidas y amorosas que, de forma natural, allí residen. Solo así podremos abrazar estas emociones, darles una comprensión más espaciosa y luminosa que nos permitirá dejar de alimentar la culpa y la vergüenza con conductas emanadas del sistema general de creencias. Cuando comencemos a alimentarnos con la consciencia despierta, con la propia, forjada desde esa meditación que nos instiga a aflorar el verdadero yo, solo entonces, la culpa y la vergüenza se autoliberarán y dejarán de condicionarnos.
La clave es reconocer, a través de la práctica meditativa, la grandeza y la infinitud que poseemos; y cuando suceda esta constatación descubriremos, de una forma espontánea, la autoconfianza y la autoestima sanas, y bastará con ese fortalecimiento de nuestro ser sagrado, para considerar a la valía, al coraje y a la fuerza como alternativas experienciales mucho más cercanas a nuestra realidad que aquellas emociones conflictivas promovidas por mandatos externos, sin corresponderse con la verdad de nuestro ser.
Y aunque el título del artículo nos incite a desarrollar, a potenciar la autoestima, lo cierto es que no es necesario siquiera; basta con relajarnos, respirar, profundamente, desproveernos de interacciones adquiridas y reconocer la clara espaciosidad que reside en el interior de nuestra mente sagrada.
Rosa Navarro, MHA